viernes, 16 de noviembre de 2018

Las chicas de alambre


Este libro de Jordi Sierra i Fabra es otro de los que me he leído en el puente y los días siguientes, ya que no me dio tiempo a leer tantísimo, porque tenía que lidiar con los perritos molones y guapetones.
Esta novela está destinada 100% a gente como yo: adolescentes en riesgo de caer en manos de la anorexia. Trata sobre un periodista que quiere investigar qué sucedió con una top model que vio como sus amigas y compañeras morían víctimas de la anorexia, la bulimia y el mundo de las drogas, problemas que he visto que están muy relacionados con el mundo de la moda.
La novela es algo flojilla. Con ella he aprendido pocas palabras, ya que está escrito de manera simple y con palabras sencillas. Como anecdótico, decir que he aprendido a decir bien una palabra que yo decía mal: guarnecido. Mejor no explico cómo yo pensaba que era porque me da vergüencita dejar aquí mis miserias por escrito y que se eternice con el paso de los años.
Supongo que le pongo al libro un 6 o algo así porque, a fin de cuentas, es ameno y de lectura sencilla, y supongo que, en ese caso, cumplió de lleno con mis expectativas.
Dejo un extracto del libro, que me ha dado un coraje que me muero porque, precisamente yo, soy de esas personas que se mandan postales a sí mismas. Pero yo lo hago desde la ilusión y la alegría, y feliz por el hecho de que me haga feliz algo tan sencillo como mandarme una postal. Me gusta lo tradicional, y cada vez tengo más recelo de lo frío de las nuevas tecnologías, pese a que entiendo y comparto lo útil y cómodas que resultan. Y, por lo tanto, yo abogo por la amalgama perfecta que resultaría del uso de lo útil de lo moderno, y de lo bello y emotivo de lo tradicional. Así pues concluyo diciendo que sí, que mandarse postales es útil para evitar que se extingan, y que es bonito acordarse de una misma estando por ahí fuera, mandarse la mejor foto posible del panorama que se visita, y que me parece un juego entretenido ver cuánto tiempo después que yo llega mi postal. Y además, en cierta forma, me vuelve a hace revivir aquel ambiente y las sensaciones de aquel momento.
Así pues, aclarado todo esto y lo positivo que resulta quererse y mandarse postales, copio esto, que me ha parecido de un cateto supino y de unas miras muy tristes y pobres para un escritor:
“Ella se mandaba postales a sí misma.
No sé si me pareció más curioso que triste, o más triste que demoledor. ¿Por qué se escribía a sí misma? Se me ocurrían dos únicas razones: que coleccionara postales y de esta forma le llegaban después de su estancia en aquellos lugares, usadas y a través del correo, o… que nadie le enviara nunca una y a ella le gustara recibirlas como a cualquier mortal.
Solo que, si era eso último, el hecho denotaba una soledad absoluta.”

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